lunes, 30 de enero de 2023

2) Zipaquirá y su Catedral de la Sal

Zipaquirá es una pequeña ciudad próxima a Bogotá, del mismo departamento de Cundinamarca, aunque el municipio supera los 130.000 habitantes, posiblemente por la existencia de varias localidades en su territorio. Es una población agradable y agraciada, con dos hermosas plazas centrales casi contiguas. Pero su fama la debe a la denominada Catedral de la Sal, antigua mina reconvertida en iglesia subterránea que le ha dado nombre y es un lugar muy visitado, unas 700.000 personas el año pasado. Y la entrada no es precisamente barata. Sin embargo, a nosotros la catedral nos supo a poco, posiblemente porque conocíamos un templo similar  próximo a Cracovia (Polonia), en Wieliczka, que nos había impresionado bastante más. 


Ese día, domingo, salimos de mañana de Bogotá en el tren turístico, tal y como teníamos previsto, después de que perros-policía olisquearan nuestros equipajes a la entrada de la estación de la Sabana. Se trataba de una antigualla ferroviaria a rebosar de familias colombianas que habían elegido pasar la jornada en Zipaquirá. El tren, de hecho, solo funciona los fines de semana y el trayecto es siempre de ida y vuelta. 


El viaje fue un actividad en sí misma, pues para cubrir esta cincuentena de kilómetros emplea dos horas y media. O sea, que circula despacio, mucho, y realiza varias paradas. Pero dentro hay mucho entretenimiento con músicos, venta de comida en los vagones y las frecuentes explicaciones de las monitoras a los viajeros. Nuestro caso era especial pues viajábamos con las maletas, aprovechando la excursión para trasladarnos.


Otra variante del viaje es que obliga a conocer algunos patios traseros de Bogotá, esas partes de cualquier ciudad que se evitan mostrar al viajero: barrios de segunda fila, zonas degradadas normalmente decoradas con basura e inmundicia, aunque después lugares más agradables y urbanizaciones de lujo. 


Pero nosotros íbamos con buen ánimo, recién estrenado el recorrido colombiano.


Aunque el tren no salió completo, en la primera parada llenó su aforo.


Antes de abandonar Bogotá, el convoy forzó a detenerse a numerosos grupos de ciclistas cada vez que cruzaba alguna avenida. Domingueros con ganas de hacer ejercicio.


En Zipaquirá descendimos todos y nosotros fuimos a pie, con nuestras maletas, hasta el hotel, situado a unos 500 metros, y cuyo nombre, alegórico, era Camino de la Sal. Sencillo, lo mejor fue su  céntrica ubicación y el desayuno. El precio de las tres habitaciones por una noche fue de unos 105 euros.


Dejamos allí las maletas, charlamos un poco con una pareja de Medellín que nos dieron varios consejos para visitar su ciudad, y regalamos nuestros billetes de vuelta en el tren a  Bogotá a unas personas que estaban con ellos. En un rato ya estábamos recorriendo la ciudad, amable, bien trazada y llena de gente, en un día de enorme actividad comercial con todos los establecimientos abiertos.


Colonial, sin alturas, resultó entretenida, y la recorrimos haciendo tiempo para visitar su catedral extraoficial.


En la foto anterior se puede ver la imagen del indio Tisquesusa, instalada junto a la estación de tren desde hace unos pocos años, pero su adquisición fue objeto de polémica según se refleja en  informaciones periodísticas


Aunque Zipaquirá esta a 2.650 metros sobre el nivel del mar, el día resultó soleado y al cabo de un rato tuvimos que resguardarnos del calor. Empezamos así a aficionarnos a los zumos de fruta, muchas de ellas desconocidas para nosotros (lulo, tomate de árbol, guanábana, corozo, camu-camu), que se convertirían en parte del menú diario. Por el contrario, durante el mes nos olvidamos del vino en un país que no lo produce (la vid ocupa unas pocas hectáreas simbólicas) y el que ofrece en los restaurantes es de importación y caro. 

El edificio del ayuntamiento nos recordó la arquitectura francesa, aunque sin pizarra

La plaza de los Comuneros o Plaza Mayor es la principal de la ciudad, amplia, empedrada, y en cuyos márgenes se encuentran el edificio del Ayuntamiento y la Catedral Diocesana. Debe su nombre a que fue escenario de las capitulaciones comuneras en 1781, una insurrección armada contra el aumento de impuestos decidido por el visitador regente Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres.


Su catedral es un edificio destacable, aunque su historia es relativamente reciente ya que fue inaugurada en 1916.


Era domingo y el templo estaba a rebosar en la misa de última hora de la mañana, pero cuando visitamos otras iglesias en días y horas diferentes casi siempre ocurría lo mismo. Nos sorprendió que muchos de los fieles seguían la misa acompañados de sus perros, incluso había canes solos que entraban en el templo por su cuenta (las puertas estaban abiertas de par en par) sin que nadie se inmutara. Mientras, la plaza estaba animada y muchos vendedores esperaban la salida de los fieles; entre ellos un charlatán que ofrecía un jarabe de coca que supuestamente eliminaba un sinfín de dolencias de todo tipo (artrosis, dolores de estómago, de espalda, corazón cirrosis...). Una grabación repetía la letanía de efectos beneficiosos y, para nuestra sorpresa. el discurso calaba en muchos vecinos que le hacían corro, escena que vimos repetida en otros lugares, caso de Medellín.


Finalmente nos dirigimos a la Catedral de la Sal, situada a poca distancia pero ya en el extrarradio de la población. Como puede deducirse, se trata de una antigua mina reconvertida en templo subterráneo y considerada una de las maravillas de Colombia. Tuvo dos etapas: una hasta 1950, cuando una serie de filtraciones la pusieron en riesgo. Debido a ello realizaron obras y  la ampliaron, siendo abierta de nuevo en 1995 en presencia del presidente colombiano de entonces, Ernesto Samper.


Lo primero que nos llamó la atención fue el precio de la entrada, casi 20 euros, cara y más aquí teniendo en cuenta el nivel de vida y los precios colombianos en general. Sin miedo a errar, fue la entrada más cara de todo el mes.


Incluía una audio guía y entramos caminando, pero pronto nos dimos cuenta de que la audio guía no servía para nada. El recinto está organizado a modo y manera de un vía crucis, pero salvo la numeración de las estaciones hay pocas cosas que llamen la atención, exceptuando que te encuentras bajo tierra en una antigua mina iluminada. Eso sí, a 180 metros de profundidad, y para construirla tuvieron que sacar 250.000 toneladas de sal.



Pese a tanta cifra ampulosa, a nosotros el resultado no nos convenció, aunque a los colombianos parece que sí. Estaba llena de gente y en un concurso fue declarada primera maravilla de Colombia, por encima, por ejemplo, del recinto histórico de Cartagena de Indias. Sorprendente. Nosotros la recorrimos un poco decepcionados. Dentro había una cafetería y numerosos tenderetes de souvenires.

Espectacular plaza de toros... de cerámica, con cientos de figuras en los tendidos

A la hora de salir elegimos hacerlo en un trenecillo que nos evitó un nuevo paseo cuesta arriba. Previamente, en la zona de recuerdos, nos encontramos esta llamativa plaza de toros, aproximadamente de un metro por un metro.


Ya cayendo la tarde el cielo se empezó a cubrir de negros nubarrones y conocimos lo que es una tormenta en Zipaquirá, versión moderna del diluvio. El agua corría por las calles al existir pocas alcantarillas de desagüe. Nos refugiamos en unas galerías comerciales, estrechas pero amenas, de donde salimos con un paraguas recién adquirido y un reloj de pulsera.
La cena fue en uno de los restaurantes recomendados por el hotel, El Labriego. Estuvo bien (rissotto marinero, wok de arroz vegano, browning, entre otras cosas), que con cervezas y zumos resultó una factura de 300.000 pesos, 60 euros, 10 por persona. Empezábamos a comprender que ir a comer salía mucho más barato que en Galicia. 
Esta cantidad incluía el 10% del servicio, una práctica habitual que nosotros mantuvimos en todo momento. A veces te preguntaban si lo incluían y otras ya venía directamente en la factura. Nos habían advertido que si rechazabas este recargo podía venir el jefe a preguntar si algo no había ido bien. Como siempre lo abonamos, no hubo lugar. Además, los camarer@s solían ser personas muy amables y educadas y quisimos pensar que este dinero era para ellos.

Tratando de acomodar las maletas en el vehículo que nos facilitó el hotel para el viaje a Villa de Leyva

La estancia en Zipaquirá fue solo una noche, y a la mañana siguiente salimos para Villa de Leyva, en un coche del hotel que conducía Marcos, un empleado de la recepción que se ofreció voluntario a llevarnos para escapar de la rutina diaria. Previamente disfrutamos de un excelente desayuno. Fue un magnífico compañero de viaje y nos ilustró sobre la vida en Zipaquirá y sus inquietudes, que pasaban por un cercano traslado a Nueva York, donde quería estudiar turismo y aprender inglés. Tiene un amigo en Asturias al que quiere visitar, por lo que no descartó aparecer en un futuro por Galicia, algo a lo que le animamos. Aparte de todo esto, es un enamorado del ciclismo en una ciudad que ha dado campeones en esta especialidad, entre ellos el primer latinoamericano que ganó el Tour, Egan Arley Bernal.


En el viaje a Leyva disfrutamos de los paisajes del departamento de Cundinamarca y pasamos delante de la residencia oficial del presidente de Colombia (que desde la carretera no era visible). Y también junto a un museo aeronáutico cuyos aviones se veían desde la carretera.


También nos mostró el exterior del parque de atracciones Jaime Conde, que recrea las maravillas del mundo, incluido el Taj Mahal.


Pero como no todo iba a salir bien, la casualidad de que los lunes no se pueda visitar la laguna de Guatavita nos impidió hacer el recorrido peatonal a su alrededor, como teníamos previsto. Para llegar nos desviamos por una carretera sin asfaltar, pero no sirvió de nada. Así que la foto que incluimos no fue precisamente hecha por nosotros, como era nuestra intención. Nos quedamos con las ganas.
Se trata de un lugar sagrado para los muiscas y Guatavita un cacique sobre el que recae la responsabilidad de la leyenda del suicidio de su esposa en el lago, cuando comprendió que su marido le había dado a comer un sabroso corazón de venado que, en realidad, era el de su amante, cuya relación había sido descubierta. Muy triste.

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